lunes, 22 de septiembre de 2014

Día 3 - Hornillos del camino a Castrojeriz – 21 Km.





El viernes 4 de octubre de 2013 me di cuenta de una costumbre de algunos peregrinos: se levantan antes de la 6 para iniciar la caminata, aunque los albergues permiten quedarse hasta las 8. Es una costumbre que se justifica en verano cuando es vital aprovechar algunas horas de oscuridad para adelantar kilómetros antes que la candela del sol haga imposible seguir adelante. Pero en otoño, eso de levantarse tan temprano me perece una rutina más que la gente hace “porque así se hace”… como tantas cosas que haces sin pensar en el mundo que se deja en pausa cuando te embarcas en el Camino de Santiago.
Me alisté rápidamente e inicié la salida del pueblo cuando a varias cuadras del albergue me percaté que estaba caminando con las zapatillas de descanso y había olvidado las botas. Regresé y las conseguí en el cubículo donde las dejé el día anterior, como parte del ritual del peregrino para acceder a las habitaciones.
Durante mi jornada caminé solo y me tocó utilizar poncho por lluvia. En un recodo del camino me topé con unas impresionantes ruinas de un edificio dedicado a San Antón. En sus orígenes las murallas tenían varias aberturas donde se brindaba alimentos a los peregrinos. Hoy están selladas y los caminantes acostumbran dejar allí mensajes y peticiones al santo: Yo escribí pidiendo por el alma de mi gata Miguelina que se había ido recientemente; por Miguelito, mi gatito que acostumbraba ausentarse de casa; y para que el santo me ayudara a escribir mi novela El código Pessoa.
Al lado de las ruinas hay un riachuelo donde pude limpiar las botas del fango que acumularon producto de la lluvia. Dentro de las instalaciones hay una pequeña oficina donde pudo comprar un libro con el significado de distintos tipos de cruces, una cruz tao y otro impermeable.
Más adelante en un pueblito llamado Hontanas pude comerme un bocadillo y conectarme a Internet. Llegando al final de la tarde a Castrojeriz –poblado intermedio entre pueblo y ciudad- me inquieté un poco al enterarme que el albergue municipal estaba cerrado por falta de agua y duré un buen rato con dar con otro albergue económico: la casa era la número 7. 
Resti, el creador de la posada, dedicó los últimos 14 años de su vida a brindar albergue a los peregrinos del Camino de Santiago. Hoy en día grupos hospitalarios voluntarios se turnan cada 15 días para atender a los caminantes.
El recinto contaba con mini bateas y una centrifugadora así que pude lavar algo de ropa. Luego hice un recorrido por los alrededores y me encontré con un peregrino francés que escribía un blog sobre el camino, me dijo que tenía pensado visitar Venezuela pero el viaje se había cancelado por los problemas políticos que atravesaba el país.
Antes de dormir medité sobre la jornada y tomé nota en la importancia de llegar temprano a los poblados para hallar puesto en los alberges. Registrarse a las 3 de la tarde en otoño es una buena hora de llegada. 
Este día aprendí cómo el tamaño de las localidades afecta a las personas que los habitan; mientras las grandes ciudades los deshumanizan y los pequeños pueblos los deprimen, los poblados intermedios son más equilibrados: mantienen el empuje de las innovaciones sin perder la calidez en el trato. 

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